Desde el inicio de la campaña electoral, o incluso antes, en España solo se habla “de política”. El “proceso” independentista en Cataluña, los debates entre candidatos, el “sudoku” parlamentario que surgió tras los comicios, la posibilidad de nuevas elecciones generales, etc.
La economía tiene una inercia positiva, pero la misma no será eterna. Pese a su incuestionable mejoría, la economía española sigue teniendo un déficit fiscal enorme y deudas pública y privada excesivas. El paro es demasiado alto y se necesitan nuevas ganancias de competitividad para mantener el superávit exterior. Sea cual fuere el próximo presidente, eso es lo que se encontrará.
Para combatir esos problemas, el FMI, la Comisión Europea, la OCDE y la comisión de expertos que analizó la reforma tributaria han coincidido en “recomendar” que se rebajen las cotizaciones sociales compensando la pérdida de recaudación con una subida del IVA.
Rebajar las cotizaciones sociales tiene mucho sentido. Al reducir los costes laborales, se fomenta la contratación. Así, la creación de empleo y la reducción del paro podrían ser mayores que en la actualidad. Además, los menores costes laborales aumentan la competitividad de las empresas. Por un lado, eso contribuye a aumentar las exportaciones. Por otro, ayuda a las empresas locales a enfrentar mejor la competencia de las importaciones.
En economía nada es gratis. Todo tiene un coste. Dada la situación de las cuentas públicas, la reducción de las cotizaciones sociales debe compensarse (al menos en su mayor parte) con otros recursos.
Compensar la pérdida de recaudación subiendo el Impuesto sobre Sociedades o el IRPF no tendría sentido: se estaría perdiendo la competitividad que se ganaría con la reducción de las cotizaciones sociales. Hacerlo con impuestos especiales o medioambientales haría más complejo el sistema tributario. La única alternativa viable sería hacerlo mediante cambios en el IVA (no por casualidad es la conclusión a la que llegaron todos los que analizaron el tema).
Incrementar el tipo general del IVA (21%) sería un error. Mucho más si recordamos que el mismo ya fue incrementado dos veces “a cambio de nada”. Tampoco sería correcto incrementar el tipo superreducido (4%), pues es el que grava los alimentos y bienes esenciales por lo que golpearía más a la gente con menores ingresos. Lo que se podría hacer es eliminar exenciones, pasar algunos productos del tipo reducido (10%) al tipo general o incluso crear un nuevo tipo intermedio para ciertos productos (¿16%?).
Una forma concreta de llevar esto a la práctica sería eliminar el 5,5% de los salarios que los empleadores pagan para financiar las prestaciones por desempleo (se financiarían enteramente con impuestos). El tipo de cotización bajaría desde 29,9% a 24,4% (sin contar los pagos por accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, que pueden suponer hasta 7,25 puntos porcentuales más). Eso implicaría perder unos 13.500 millones de euros anuales de recaudación.
El coste (pérdida de recaudación) de todas las exenciones en el IVA es de unos 15.000 millones de euros por año. El coste de que haya productos gravados al tipo reducido en lugar del tipo general es también de unos 15.000 millones. Por lo tanto, bastaría con eliminar algunas exenciones y con pasar al tipo general algunos productos. Las alternativas son muchas, pero lo relevante es que es algo factible. La reducción del número de exenciones contribuye a reducir la evasión tributaria, por lo que los cambios necesarios serían aún menos.
Llevar a cabo lo que aquí se sugiere implica cambiar el sistema de financiación autonómica pues las autonomías reciben el 50% de la recaudación del IVA. Eso añade una complicación importante, pero no debería perderse de vista lo esencial: es posible implementar un cambio que permitiría al mismo tiempo incentivar el empleo y mejorar la competitividad, sin incurrir en coste fiscal alguno, para beneficio de los parados y del conjunto de la sociedad. Ojalá que los “líos” políticos no hagan olvidar que la economía necesita de nuevas reformas para seguir avanzando.