La música de Justin Bieber puede resultar agradable. La sensación es diferente cuando nos fijamos en la letra de sus canciones. Algo parecido ha ocurrido con muchas propuestas económicas escuchadas a lo largo de la campaña electoral: una «música» placentera para quien la oyera al pasar, pero con una «letra» carente de sentido para aquél que prestara atención.
En efecto, más de un candidato a presidente realizó propuestas económicas incoherentes. Solo daré tres ejemplos:
- Quejarse del crecimiento de la deuda pública y de su enorme magnitud, pero, al mismo tiempo, querer negociar con Bruselas objetivos de déficit fiscales más amplios;
- Querer aumentar la competitividad de la economía a la vez que se aboga por la derogación de la reforma laboral;
- Proclamar la creación de empleo como una prioridad y, al mismo tiempo, prometer un incremento sustancial del salario mínimo.
Desde diciembre de 2007 hasta diciembre de 2015, la deuda pública aumentó en unos 700.000 millones de euros. Casi el 90% de dicho incremento se explica por el déficit fiscal. Es decir, porque las Administraciones Públicas gastaron más de lo que ingresaron.
Como el déficit fiscal implica un aumento de la deuda pública y la misma ya equivale al 100% del PIB, si alguien quiere que la deuda no crezca más lo primero que debe hacer es eliminar el déficit público. A no ser que piense que el problema de la deuda pública pueda «solucionarse» mediante una «reestructuración», una «quita» o simplemente no pagándose.
La reforma laboral no fue una «revolución». Lo que hizo fue convertir la legislación laboral más restrictiva de Europa (junto con las de Grecia y Portugal) en una más o menos parecida al promedio. Baste recordar, por ejemplo, que en Dinamarca, Suecia y Finlandia no hay indemnización por despido.
Sin embargo, al priorizar los acuerdos a nivel de empresa, facilitar las reducciones de jornada y reducir los costes de indemnización por despido, las empresas tienen más fácil adaptarse a cambios en el contexto económico. Derogar la reforma laboral implica colocar en desventaja a los productores nacionales (las empresas y sus trabajadores), que tendrían más difícil exportar y competir con productos importados.
A medida que el salario mínimo es una mayor proporción de la remuneración promedio, su impacto negativo en el empleo también se hace mayor. Esto es una evidencia práctica. Si miramos los datos de las comunidades autónomas veremos que Navarra y el País Vasco tienen las menores tasas de desempleo y son también dos de las regiones en las que el salario mínimo es una proporción más baja de la remuneración media. El opuesto es el caso de las Islas Canarias y Extremadura, que son las autonomías donde la relación salario mínimo/salario medio es mayor y tienen dos de las tasas de paro más altas.
Subir el salario mínimo a 1.000 euros por mes (+54%) no solo reduciría las oportunidades de empleo en los colectivos más vulnerables (jóvenes sin experiencia y personas con escasa formación), sino que potenciaría los efectos negativos de una eventual derogación de la reforma laboral.
Como vemos, las propuestas de tener un mayor déficit fiscal, derogar la reforma laboral y subir exageradamente el salario mínimo van directamente en contra de los objetivos supuestamente perseguidos: reducir la deuda pública, aumentar la competitividad y fomentar la creación de empleo. Es algo tan evidente que no descarto que esos mismos candidatos sean conscientes de ello.
En estos días se ha escuchado la propuesta de implantar en España un «plebiscito revocatorio» para los presidentes que no cumplan con sus promesas electorales. Es una posibilidad que existe en Venezuela (en 2004 se puso en práctica, aunque el entonces presidente Chávez no tuvo su mandato revocado).
Sin embargo, no necesariamente es malo que las promesas electorales no se cumplan. Los ejemplos comentados son tres casos claros de promesas electorales que ojalá, por el bien de los españoles, nunca se cumplan.