La idea de democratizar la economía es antigua. Esa fue la intención del movimiento cooperativista, cuyo máximo órgano (la Alianza Cooperativa Internacional) se fundó en 1895. Las cooperativas comparten unos valores, entre los que se cuentan la democracia y la solidaridad. En ellas, las grandes decisiones se adoptan mediante el voto igualitario de sus socios, que se reparten entre sí los excedentes (aunque son entidades sin fines de lucro). Sin embargo, quienes hoy hablan de “democratizar la economía” no se refieren al impulso del movimiento cooperativo.
Hay quien considera, con parte de razón, que la economía como ciencia se alejó de la gente por abusar de los métodos matemáticos. El lenguaje matemático hizo que la economía se tornara incomprensible para la mayoría. De ahí que crean que, para “democratizarla”, la economía debería alejarse de las matemáticas y acercarse, por ejemplo, a la sociología y la historia. Este es, no obstante, un debate minoritario.
En general, quienes hablan de “democratizar la economía” se refieren a la “redistribución del ingreso” y a “aumentar la participación ciudadana en las decisiones de consumo e inversión”. Más allá de que son metas muy subjetivas (¿cuál sería una distribución “equitativa” del ingreso?), se podría intentar alcanzarlas por distintos medios. Unos, coherentes con un buen funcionamiento de la economía. Otros, no.
Si por “redistribución del ingreso” se entiende la lucha contra la pobreza y el paro de larga duración, no habría nada que objetar. Mucho menos si, por ejemplo, ello implica dar atención prioritaria a familias con menores de edad o ancianos a cargo y si se promueve la acción de ONGs que trabajan en ese terreno. En cambio, si la “redistribución de ingreso” se traduce en un aumento de impuestos y una progresividad exagerada, el impacto económico sería negativo porque incentivaría la huida de personas con gran capacidad económica (recordemos los casos de Gérard Depardieu y Bernalt Arnault, que huyeron de Francia al anunciarse un impuesto del 75% a los beneficios superiores al millón de euros).
Si por “participar en las decisiones de producción y consumo” se entiende la libre elección de los consumidores para elegir proveedores que cumplan determinados criterios, tampoco habría nada que objetar. De hecho, todos los consumidores tomamos diariamente decisiones de consumo cada vez que elegimos uno u otro producto. Nuestras decisiones de consumo también suponen, indirectamente, participar en las “decisiones de producción”: si compramos pan en lugar de galletas, estamos “votando” por la producción de aquél. Lo mismo ocurre cada vez que elegimos un artículo en lugar de otro.
Pero si esa “participación” pretende alcanzarse a través de una mayor participación del Estado en la economía (por caso, subsidiando a determinadas empresas o sectores) e incluso mediante la creación de empresas públicas, el perjuicio para todos puede ser muy grande.
Las decisiones del Estado, incluso de sus empresas, son siempre, en última instancia, de carácter político. Cuanto más espacio tienen las decisiones políticas en la economía, la asignación de los recursos es cada vez menos eficiente. Una asignación de recursos menos eficiente implica una producción inferior a la que se podría conseguir y, por lo tanto, menos empleo y prosperidad. El caso de las extintas cajas de ahorro con gestión politizada y sus desastrosos resultados para toda la sociedad es una lección por demás elocuente.
La mayor participación del Estado en la economía conlleva una excesiva concentración del poder en el gobierno de turno. Si el Estado tuviera el monopolio de las telecomunicaciones, que una persona pudiera hacer una buena carrera profesional en ese campo podría depender, en cierto punto, de su adhesión o no, al partido de gobierno. Cuánto podrían contarnos al respecto quienes vivieron en la Rusia comunista.
Así, el objetivo de “democratizar la economía” podría ser apenas una justificación para aumentar el gasto público, los impuestos y la intervención estatal en la economía o, lo que es lo mismo, hacer que los ciudadanos dependan (aún más) del arbitrio del poder de turno. Prestemos atención, para evitar que palabras bonitas se conviertan en horribles realidades.